Entre el hombre mutilado y los libros sobre la revolución.
Diario de cuando trabajé en la feria del libro. MVD 2025.
26/09
La gente camina; parece más un ritual de shopping que una congregación intelectual. Sentada en mi mesa de librera observo a las personas entrar, tocar los libros, doblar sus páginas casi como acto reflejo. No sé si sus inquietudes son intelectuales o de otra índole; tampoco sé si el libro hoy no se ha convertido en un bien de consumo más, otro objeto que demuestra status. Se compra con dinero, se exhibe en el parque, importa más haber leído que leer, importa más la pose, la performance, que la sustancia.
Juicios. Mi mente está llena de ellos, y lo lamento. Los escribo quizá para exorcizarlos, quizá para convertirme en una buena librera ¿otro eslabón del sistema? Me consuela el llegar a vender libros que cambien posturas, que impulsen a la acción, que hagan reflexionar, que den alivio al sufrimiento.
Un señor de boina y lentes revisa los estantes y saca de sus bolsillos una libreta pequeñita donde anota algo que no podría adivinar: títulos, ideas, libros que desea comprar, vaya a saber. Observo en él una forma sistemática de acercarse a los libros: un detenimiento reflexivo, una estrategia para incorporar/coleccionar nuevos títulos. No se aleja de la sección de filosofía.
01/10
Caminaba por Rivera -calle que lleva el apellido de un genocida-, cuando ví a un hombre al que le faltan las dos piernas. Un medio hombre en silla de ruedas fumando un cigarro. A su lado una ambulancia de puertas abiertas. Qué imagen más sórdida, queda incrustada en mi mente.
Ciento veinte pesos, estoy yendo a trabajar por ciento veinte pesos la hora. Maldito capitalismo. Sesenta minutos de mi existencia reducidos a ese número. Me convenzo de que lo hago por la experiencia más que por el dinero, si no, me deprimiría.
Entre los libros hay polvo y ácaros, eso hace que me pique la cara. Al menos me siento rodeada de conocimiento, de hecho, lo estoy en el sentido más material/literal/empírico del enunciado. Me entretengo mirando los diferentes títulos y autores. Coloco estratégicamente los libros que me gustaría tener. Cada uno en su categoría. Mi neurosis funciona perfecto cuando ordeno: sesiones, editoriales, todo en línea. Tal vez a mi compañero no le pasa igual, tiene una personalidad más caótica, siempre intenta posicionarse en contra del estándar, en cambio yo, me meto en una caja y a veces -casi siempre- me cuesta salir.
Hay tantas cajas… inmensidad de cajas y después otras fuera de esas. Muchos desde una caja fuera de otra se creen libres, sujetos sujetados en subjetividades ¿Por qué quisiéramos ser parte de esto? ¿Cómo llegamos a este punto?
Me distraje en los pensamientos que se suceden de otros pensamientos. Entre los títulos que me atraen voy dejando visibles algunos: Perderse, de Arnie Ernaux en narrativa. Luego encuentro uno de Stalin escrito por Trotsky escondido entre una pila de ejemplares insignificantes, lo ubico en un lugar privilegiado de la sección ideológica. Durante toda la jornada vendo muchos de esa sección; es el fuerte de esta librería.
Un hombre canoso, camisa a cuadros y morral de cuero se acerca a mirar. Le digo que agarre y hojee sin compromiso. Me responde “qué” o “what”, no recuerdo con precisión, pero por su acento o por la palabra me doy cuenta de que su idioma mater es el inglés. Le vendo: Historia del sindicalismo y dictadura 1973-1985, del cual le digo el precio en español y en inglés: “seven hundred ninety, setecientos noventa“ Me alegro de que se lleve ese libro. Por un momento pienso que vendiendo este tipo de contenidos no estoy tan sumergida en la trampa del capitalismo, rápidamente me doy cuenta de que eso es un autoengaño. Estoy trabajando en una mesa donde hay un libro que se llama: Manifiesto contra el trabajo, al lado de otros libros de ideas comunistas, tomando un chai latte de Starbucks. LIFE IS CONTRADICTION.
Entra otro hombre canoso, este con una bandera de Palestina y un pañuelo de intifada. Compra un libro de relatos de mujeres que estuvieron en la cárcel. Me habla de Markarian, le digo que justo está dando una charla. Va hacia ella.
Más tarde aparece un tipo de lentes excéntricos. Me pregunta si tengo un libro que narre la historia del conflicto en Gaza desde los dos lados. Termina defendiendo a Israel. Hablamos hasta que digo la palabra “genocidio”. Entonces se saca los lentes y me mira fijo, con una expresión casi maquiavélica. Me voy a sentar, decidida a no seguir. Él se va. Por suerte.
“De todo hay en la viña del señor“ me dice el hombre de la bandera de Palestina, cuando vuelve de la charla. Me cuenta que se cruzó a Lacalle grande, el aliento a whiskey aflora con tan solo nombrarlo.
Al final de la feria le vendo el Stalin escrito por Trotsky a un señor -por supuesto, canoso- que me cuenta sobre su fascinación por la revolución rusa. Me dice que Stalin fue el que eliminó la tercera internacional, que Lenin en su testamento había nombrado a Trotsky como sucesor, quien terminó exiliado y asesinado en México, historia conocida.
Ya son las 21, es hora de irme.
Pienso en todo lo que pasó entre el hombre mutilado y los libros sobre la revolución.
Me pregunto si la precarización valió la pena: la respuesta es no. Es absurdo vender mi tiempo a precio de oferta.
Pero queda algo: la experiencia de mirar el mundo con lucidez, incluso cuando esto duele, igual alumbra.
x Maia Colom.
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